martes, 30 de noviembre de 2010

Ya no quiere ser mayor

Le gustaba jugar a ser mayor, pintarse los labios y subirse a los zapatos más altos para llegar a tocar la Luna con los dedos. Contaba los días que faltaban para soplar las velas de su tarta de cumpleaños y pedir un deseo con los ojos cerrados, una muñeca nueva, un vestido de princesa... Besaba ranas de peluche y soñaba despierta con que su príncipe azul apareciese por la puerta montando un espléndido corcel blanco.
Le gustaba jugar a ser mamá, enfermera, profesora... y cuando se acostaba sus pies se movían como queriendo bailar al son de un vals.
Y llegó el día en el que sus juegos de ser mamá o enfermera cobraron realismo, tenía responsabilidades y carecía de tiempo que dedicarle a sus muñecas. Los zapatos altos sólo le daban dolor de pies y la Luna ya le parecía inalcanzable.
No quería cumplir años, ni soplar velas... los párpados le pesaban tanto que dejó de maquillárselos y el carmín se le corría sin que nadie besase sus labios.
No había nadie que dibujase un corazón en su espalda mientras dormía y no se despertaba con una sonrisa en la cara… observaba su arrugada piel a trasluz mientras se balanceaba en su mecedora. Ya no quiere ser mayor.

domingo, 28 de noviembre de 2010

¿Ser cobarde? No, ya hay demasiados

Los cobardes no son aquellas personas que le tienen miedo a la oscuridad, a las arañas, o a las abejas. Tampoco es esa gente que no acepta un reto cuando alguien les pica. La cobardía no está guardada en la fobia a los espacios cerrados, al agua o a los petardos.

Los verdaderos cobardes son esas personas que no luchan por lo que quieren, o que se esconden a través de excusas para no arriesgar. La cobardía se encuentra en aquellas situaciones en las que se nos da a elegir varias opciones, y, aun sabiendo que algunas de ellas nos podrían hacer más felices de lo que somos, nos quedamos con la segura, y echamos mano a ese viejo proverbio para justificarnos: “Más vale pájaro en mano…”

Me considero dentro de ese reducido grupo de gente que es capaz de dejarlo todo para conseguir sus sueños y ser plenamente feliz. Quizá penséis que tengo demasiados pájaros en la cabeza, que al fin y al cabo tengo 15 años y sé mucho menos de la vida que vosotros, pero siempre he pensado que si no te arriesgas a perder nunca sabrás lo que es ganar.

¿Y sabéis lo que os digo? Que yo nunca he sido cobarde; y si nunca lo he sido, ahora tampoco lo voy a ser.


21 rosas

Un tímido Sol invernal se colaba por las cortinas iluminando con su fulgor el interior de una habitación renacentista y descubriendo el contorno del delicado cuerpo de la pequeña Sofía. Entre las sábanas de seda se dibujaba un rostro de sonrosadas mejillas y angelicales facciones cuyos rojizos cabellos reposaban sobre una almohada de encaje cubriéndola como si de un manto se tratase.
El frío viento de Diciembre azotó violentamente la ventana, despertándola bruscamente. Mientras sus cálidos ojos negros se acostumbraban a la claridad de la mañana, Sofía se desperezóy llamó a Clara para que la ataviase.
Los escalones de madera crujían con cada paso de la pequeña, que bajaba al comedor a desayunar con su padre, el Coronel Jiménez Caro, que la esperaba leyendo una importante carta de su superior, éste al percatarse de la presencia de su hija levantó la vista del papel y le dio los buenos días con una sonrisa no sin antes darle un sorbo al café.
La niña, mientras se llevaba a la boca un bollo de aspecto apetecible, se detuvo a mirar por los grandes ventanales del comedor, viendo cómo unos coches se abrían paso por las verjas de aluminio, llegando a los blancos jardines de la majestuosa casa. Uno de los conductores, un señor de aspecto rudo y serio se bajó del automóvil y tocó a la puerta, al parecer tenía un mensaje que parecía urgente. El Coronel se levantó de la mesa disculpándose ante su hija y sus sirvientas y salió fuera a recibir a sus invitados, mientras la niña, al terminar de desayunar salió al jardín acompañada de Clara, ya que la noche anterior habían acordado recoger las rosas rojas que inexplicablemente brotaban entre la nieve cada invierno.
Mientras las dos muchachas deambulaban por el jardín nevado, unos disparos interrumpieron el silbido del aire por las ramas y el murmuro de los pequeños ruiseñores que huyeron despavoridos de sus nidos. En ese momento Clara miró desconcertada a Sofía, cuyo rostro reflejaba pánico, e intentó tranquilizarla diciéndole que su padre estaba cazando al otro lado de la casa junto a esos señores. A la despierta Sofía no la convenció esa explicación y decidió averiguar lo que se estaba cociendo en el jardín trasero, así pues aprovechó unos segundos en los que Clara se dio la vuelta para seguir con su tarea y salió corriendo en dirección al origen de los estremecedores disparos.
Entonces todo pasó rápido. Sofía alcanzó a escuchar un “¡Alto el fuego!” del Coronel pero era demasiado tarde, pues el impacto de una bala había alcanzado el pecho de la pequeña, empujándola al foso que habían cavado los soldados horas antes. Los hombres soltaron las armas y se dirigieron al enorme agujero donde descansaba el cuerpo sin vida de una niña de apenas 8 años, sobre otros 20 hombres, quizá tan inocentes como ella. Las rosas que llevaba en la falda, desparramadas sobre la nieve se habían llevado entre sus pétalos la vida de la hija del Coronel, que se derrumbaba al ver cómo la sangre de su querida hija se deslizaba entre las toscas piedras del muro que había detrás del foso, mezclándose con la de los demás hombres.

Esa misma noche, el Coronel, muy entristecido se dirigió sin cenar a su habitación, después de hablar con el párroco para enterrarla a la mañana siguiente en el cementerio de la ciudad. No iba a permitir que a su hija se la sepultase junto a los demás hombres, en un foso, como si fuese un animal.
Las sirvientas le prepararon un baño, un pijama y una cama donde dormir, aunque coger el sueño le iba a ser difícil, pues aún escuchaba las risas de su encantadora hija cuando jugaba con Clara, ésta, aún no se podía creer la situación y se fue esa misma noche de la casa, por lo que en aquella casa quedaban un padre desconsolado, unas ocupadas sirvientas y el cuerpo sin vida de una niña inocente.
El Coronel se cubrió con las mantas hasta el cuello, cerró sus hinchados ojos y trató de no pensar en que no la volvería a ver, ni conseguiría sentirla de nuevo, ni escucharía el encantador sonido de su voz, de su risa, de su llanto…

Una vez más el Sol dejó verse entre las colinas, alumbrando un nuevo día. La nieve se había derretido un poco dejando adivinar el verdor del jardín y el foso ya había sido tapado por los soldados para que el olor a putrefacción no inundase aquel maravilloso paraje.
El Coronel entreabrió los ojos y ahí estaba. Sobre la mesita de noche, la carta que había estado leyendo esa misma mañana y encima de ella una delicada rosa roja.